003 # Clausura

El convento le detuvo en esta pendiente.

Algunas veces se apoyaba en la pala y descendía por el espiral sin fin de la meditación.

Recordaba a sus antiguos compañeros y su gran miseria; se levantaban al amanecer y trabajaban hasta la noche; se acostaban en camas de campaña y sólo se les toleraba un colchón de dos pulgadas de grueso, en las salas que no tenían lumbre más que en los meses más crudos del año; vestían una horrible chaqueta roja y se les permitía usar por gracias un pantalón de tela en los grandes calores, y una manta de lana en los fríos excesivos; no bebían vino, ni comían carne, sino cuando iban "al trabajo". Vivían sin nombre: sólo eran conocidos por números; estaban casi convertidos en cifras y vivían con los ojos bajos, la voz baja, los cabellos cortados, bajo la vara y en la vergüenza.

Después su espíritu se dirigía a los seres que tenía ante la vista.

Estos seres vivían tambien con los cabellos cortados, los ojos bajos, la voz baja, no en la vergüenza, pero sí en medio de la burla del mundo; no con la espalda herida por el látigo, pero sí destrozada por las disciplinas. También estos seres habían perdido su nombre entre los hombres; sólo eran conocidos por austeros apelativos. Nunca comían carne, jamas bebían vino; muchos días estaban en ayunas hasta la noche. Traían, no una chaqueta roja, sino un sudario negro de lana pesado en el verano, ligero en el invierno, y no podían quitarle ni añadirle nada; no tenían ni aun el recurso de la tela y de la lana: seis meses al año llevaban camisa de buriel, que les producían calentura.Vivían, no en salas calentadas los días de riguroso frío, sino el celdas donde nunca se encendía lumbre; dormían, no en colchones de dos pulgadas de grueso, sino sobre paja. Por último, ni aun se les permitía dormir; todas las noches, después de un día de trabajo, debían despertar en el cansancio del primer sueño; cuando empezaban a dormir y a calentarse debían levantarse y rezar en una capilla helada y sombría, de rodillas sobre la piedra.

En ciertos días, cada uno de estos seres a su vez permanecía doce horas consecutivas arrodillado sobre el mármol o prosternado con la cara en el suelo y los brazos en cruz.

Los otros eran hombres; éstos eran mujeres.  

¿Y qué habían hecho aquellos hombres? Habían robado, violado, saqueado, matado, asesinado. Eran bandidos, falsarios, envenenadores, incendiarios, asesinos, parricidas. ¿Y qué habían hecho estas mujeres? Nada.

De un lado, el salteamiento, el fraude, el dolo, la violencia, la lubricidad, el homicidio, todos los géneros de sacrilegio, todas las variedades del crimen. De otro lado, una sola cosa: la inocencia.

La inocencia perfecta, casi llevada hasta una misteriosa asunción, unida a la tierra por la virtud y al cielo por la santidad.

De un lado, confidencias de crímenes que se hacen en voz baja. De otro, la confesión de faltas hechas en voz alta. ¡Y qué crímenes! ¡Y qué faltas!

De un lado, miasmas; del otro, inefable perfume. De un lado la peste moral, vigilado por centinelas de vista, cercada de cañones, devorando lentamente a sus apestados; del otro, una casta unión de todas las almas en el mismo foco. Allí, las tinieblas; aquí, la sombra; pero una sombra llena de claridad y una claridad llena de fulgores.

Ambos eran lugares de esclavitud; pero en el primero era posible la redención; tenía un límite legal siempre esperado, y además la evasión. En el segundo, la perpetuidad, y por toda esperanza, a la extremidad lejana del porvenir, esa luz de libertad que los hombres llaman muerte.

En el primero, el hombre estaba sólo encadenado por una cadena; en el segundo, por la fe.

¿Qué salía del primero? Una inmensa maldición, el rechinamiento de dientes, el odio, la perversidad desesperada, un grito de rabia contra la sociedad, un sarcasmo contra el cielo.

¿Qué salía del segundo? La bendición y el amor.

Y en estos dos lugares tan semejantes y tan diversos, estas dos clases de seres realizaban una misma cosa: la expiación.

Juan Valjean comprendía muy bien la expiación de los primeros; la expiación personal, la expiación por sí mismo.Pero no comprendía la otra, la de aquellas criaturas sin mancha, y se preguntaba temblando: "¿Expiación de qué? ¿Qué expiación?

Y en su inocencia respondía una voz: " La más divina de las generosidades humanas: la expiación por los demás"



Los miserables.
Victor Hugo.