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281 # El centinela

Entra la luz y me recuerdo; ahí está.
Empieza por decirme su nombre, que es ya se entiende) el mío.
Vuelvo a la esclavitud que ha durado más de siete veces diez años.
Me impone su memoria.
Me impone las miserias de cada día, la condición humana.
Soy su viejo enfermero; me obliga a que le lave los pies.
Me acecha en los espejos, en la caoba, en los cristales de las tiendas.
Una u otra mujer lo ha rechazado y debo compartir su congoja.
Me dicta ahora este poema, que no me gusta.
Me exige el nebuloso aprendizaje del terco anglosajón.
Me ha convertido al culto idolátrico de militares muertos, con los
que acaso no podría cambiar una sola palabra.
En el último tramo de la escalera siento que está a mi lado.
Está en mis pasos, en mi voz.
Minuciosamente lo odio.
Advierto con fruición que casi no ve.
Estoy en una celda circular y el infinito muro se estrecha.
Ninguno de los dos engaña al otro, pero los dos mentimos.
Nos conocemos demasiado, inseparablemente hermano.
Bebes el agua de mi copa y devoras mi pan.
La puerta del suicida está abierta, pero los teólogos afirman que
en la sombra ulterior del otro reino estaré yo, esperándome.

 

El oro de los tigres.

Jorge Luis Borges.

Poesía completa.

 

 

277 # Inscripción en cualquier sepulcro

 

 No arriesgue el mármol temerario
gárrulas infracciones al todopoder del olvido,
rememorando con prolijidad
el nombre, la opinión, los acontecimientos, la patria.
Tanto abalorio bien adjudicado está a la tiniebla
y el mármol no hable lo que callan los hombres.
Lo esencial de la vida fenecida
-la trémula esperanza,
el milagro implacable del dolor y el asombro del goce-
siempre perdurará.
Ciegamente reclama duración el alma arbitraria
cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,
cuando tú mismo eres la continuación realizada
de quienes no alcanzaron su tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra. 

 

Fervor de Buenos Aires.

Jorge Luis Borges.

Poesía completa.

 


 

 

233 # Bomarzo (XII)


Le pertenecí totalmente, como no le había pertenecido desde la época de nuestro noviazgo, cuando la velé estirada, exánime, en la capilla del castillo, y durante los días siguientes, y así ocurrió la anomalía, muy propia de mi carácter, de que yo la haya amado profundamente en el tiempo anterior a nuestro casamiento, en que no la veía, y en el tiempo que siguió a su muerte, en que tampoco podía verla. Lo que en ella amé fue su categoría de augusto símbolo, pero el ser de carne y hueso me intimidó siempre, aun en las ocasiones angustiosas en que la poseí. Por eso la amé de verdad cuando todavía no existía para mí y cuando ya no existía para nadie, es decir cuando era sólo una entelequia señorial; sin cuerpo, sin voz, sin aroma, sin deseos, un arquetipo inalterable y suntuoso. En cambio mis hijos lloraron afligidos, como Horacio, como Cecilia, como Nicolás, como las pobres mujeres y los pobres campesinos del lugar, a su realidad cotidiana, despojada de retóricos ornatos, y, en el instante en que me adelanté a ofrecerle mis lágrimas, los pequeños que sollozaban consolados por sus ayas y sus preceptores, en el banco que presidía Messer Pandolfo, rechazaron mi tentativa de ternura paternal, con la insuperable perspicacia de las emociones que rara vez engaña a los niños. Amábamos y llorábamos a dos personalidades distintas y no podíamos comprendernos.
 



Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.

228 # Bomarzo (VII)

Caminando sobre inscripciones fúnebres, llegamos hasta el aparato sepulcral del condotiero. Desde los otros monumentos, guerreros y mandatarios nos contemplaban, de pie en sus sarcófagos. Me empiné cuanto pude en las losas rojas y blancas y miré, allá arriba, la estatua ecuestre. Nicolás Orsini había muerto a los sesenta y nueve años, pero el militar de empenachado yelmo que se erguía, dorado, en el crucero de la derecha, bajo el león de San Marcos, flanqueado por los escudos de nuestra familia, los osos y las rosas, era muy joven. Triunfaba en la gloria del caballo y de la armadura como si no debiera, no pudiera morir, y me pareció un héroe de Ariosto, un Orlando eterno.

—Éste —comentó Valerio— es un Orsini inmortal.

Yo pensé que el inmortal estaba muerto, bien muerto; que los gusanos se aposentaban en su carne, hacía más de veinte años, bajo la piedra que ocultaba sus despojos; y que si desplazaran el peso de esa losa y pusieran aquellos restos horribles de un viejo devorado por las larvas, junto a la imagen del mancebo victorioso que seguía cabalgando y comandando, se apreciaría la desproporción caricaturesca del simulacro teatral. Y recapacité en la promesa formulada para mí por el astrólogo de ese mismo capitán, que era como un mensaje suyo, del gran Nicolás Orsini, como un aviso de ultratumba. Había que pelear contra la muerte. La muerte era el único enemigo auténtico.
 


Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.

225 # Bomarzo (IV)


Nuestra abuela descendió del vehículo con fatigada lentitud, llamándolo, y se aproximó, apoyada en el bastón de oro. Sus rasgos bellísimos estaban transfigurados por la cólera. Girolamo giró hacia ella y, perdida ya la reserva del acatamiento y de la cortesía, le gritó que si yo era como era —dijo: una sabandija nauseabunda— eso se debía a ella y a la degeneración de los suyos, pues el otro jorobado de la casa de Orsini, Carlotto Fausto, había salido de su rama. Se encararon a la distancia, y comprendí, por la expresión de mi hermano y por lo que iba mascullando, qué hondo era el rencor que le inspiraba Diana Orsini. Ahora, disparatadamente, Girolamo le enrostraba la desgracia de su pariente, el marido de Julia Farnese, que había deshonrado a los nuestros con su ridículo infortunio conyugal, en tiempos en que su mujer fue la amante del papa Alejandro Borgia. El asunto, traído de los cabellos, no guardaba ninguna relación ni con Carlotto Fausto, ni conmigo, ni tampoco con ella, irresponsable de esos descalabros, pero Girolamo no se contenía ya, como si se hubiera roto el dique envenenado de su resentimiento, y continuaba desgañitándose. Mi abuela, asombrada, muda, dio un paso más, blandiendo la vara de oro, y entonces sucedió lo que ninguno de nosotros dos se explicó nunca. El caballo negro de Girolamo me miraba como si quisiera hablar, como si, a semejanza del Xanthus de Aquiles, poseyera el don de la palabra y pudiera prevenirme contra las posibilidades de mi muerte próxima. Pero no se trataba de mi muerte. La muerte rondaba ese paraje desde que los hombres lo frecuentaban. Allí se habían trabado en batallas las huestes bárbaras de Totila y de Narsete, de Alboino y del exarca de Rávena. Allí, cerca de Mugnano, San Ilario y San Valentino habían sido arrojados al Tíber, por orden del procónsul de Ferento, allí había encontrado su fin San Secondo. El caballo me miraba y algo lo asustó, tal vez los espectros que flotaban en las aguas inquietas. Lanzó un relincho, levantó las manos y Girolamo vaciló en la montura. Mi hermano cayó luego hacia adelante, y su cabeza golpeó contra una piedra. Rodó hasta el río semidesvanecido y la corriente lo arrastró hasta otra piedra, que lo detuvo.


Yo hubiera podido salvarlo. Todo el drama se resume en esta frase que escribo, siglos después, con mano temblorosa. Hubiera dependido de mí que Girolamo se salvara. Y de mi abuela también, si hubiera alertado a los servidores. Yo hubiera podido llegar a la piedra casi sumergida que se iba enrojeciendo de sangre y junto a la cual su pelo flotaba, abierto, desflecado, como un alga oscura y bermeja. Nos imploró con los ojos agrandados por el terror y por el sufrimiento. Alcé los míos hasta los de mi abuela, que en la altura, vestida de blanco, se encendía de fulgor diamantino, como una diosa de esos lugares, venida de las tumbas en las que se abrazaban los luchadores ocres, y vi cómo estiraba una mano, para retenerme, y cómo se llevaba la otra a los labios, para imponerme silencio.




Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.