Nuestra
abuela descendió del vehículo con fatigada lentitud, llamándolo, y se aproximó,
apoyada en el bastón de oro. Sus rasgos bellísimos estaban transfigurados por
la cólera. Girolamo giró hacia ella y, perdida ya la reserva del acatamiento y
de la cortesía, le gritó que si yo era como era —dijo: una sabandija
nauseabunda— eso se debía a ella y a la degeneración de los suyos, pues el otro
jorobado de la casa de Orsini, Carlotto Fausto, había salido de su rama. Se
encararon a la distancia, y comprendí, por la expresión de mi hermano y por lo
que iba mascullando, qué hondo era el rencor que le inspiraba Diana Orsini.
Ahora, disparatadamente, Girolamo le enrostraba la desgracia de su pariente, el
marido de Julia Farnese, que había deshonrado a los nuestros con su ridículo
infortunio conyugal, en tiempos en que su mujer fue la amante del papa
Alejandro Borgia. El asunto, traído de los cabellos, no guardaba ninguna
relación ni con Carlotto Fausto, ni conmigo, ni tampoco con ella, irresponsable
de esos descalabros, pero Girolamo no se contenía ya, como si se hubiera roto
el dique envenenado de su resentimiento, y continuaba desgañitándose. Mi
abuela, asombrada, muda, dio un paso más, blandiendo la vara de oro, y entonces
sucedió lo que ninguno de nosotros dos se explicó nunca. El caballo negro de
Girolamo me miraba como si quisiera hablar, como si, a semejanza del Xanthus
de Aquiles, poseyera el don de la palabra y pudiera prevenirme contra las
posibilidades de mi muerte próxima. Pero no se trataba de mi muerte. La muerte
rondaba ese paraje desde que los hombres lo frecuentaban. Allí se habían
trabado en batallas las huestes bárbaras de Totila y de Narsete, de Alboino y
del exarca de Rávena. Allí, cerca de Mugnano, San Ilario y San Valentino habían
sido arrojados al Tíber, por orden del procónsul de Ferento, allí había
encontrado su fin San Secondo. El caballo me miraba y algo lo asustó, tal vez
los espectros que flotaban en las aguas inquietas. Lanzó un relincho, levantó
las manos y Girolamo vaciló en la montura. Mi hermano cayó luego hacia
adelante, y su cabeza golpeó contra una piedra. Rodó hasta el río
semidesvanecido y la corriente lo arrastró hasta otra piedra, que lo detuvo.
Yo hubiera podido
salvarlo. Todo el drama se resume en esta frase que escribo, siglos después,
con mano temblorosa. Hubiera dependido de mí que Girolamo se salvara. Y de mi
abuela también, si hubiera alertado a los servidores. Yo hubiera podido llegar
a la piedra casi sumergida que se iba enrojeciendo de sangre y junto a la cual
su pelo flotaba, abierto, desflecado, como un alga oscura y bermeja. Nos
imploró con los ojos agrandados por el terror y por el sufrimiento. Alcé los
míos hasta los de mi abuela, que en la altura, vestida de blanco, se encendía
de fulgor diamantino, como una diosa de esos lugares, venida de las tumbas en
las que se abrazaban los luchadores ocres, y vi cómo estiraba una mano, para
retenerme, y cómo se llevaba la otra a los labios, para imponerme silencio.
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.