Lo peor que
pudo hacer Pantasilea, para tranquilizarme, fue hablarme de los jorobados con
naturalidad. Me asombra que se le ocurriera. Evidentemente, había captado mi
angustia —no se necesitaba ser un psicólogo astuto para deducir su origen— y en
su ingenuidad calculó que, procediendo de ese modo, establecería entre ambos
una camaradería, una complicidad, que facilitaría nuestra relación. Pero no se
puede tratar naturalmente a lo que desquicia la naturaleza. Y mientras ella se
desvestía, recurriendo, en el azar de sus lecturas, al recuerdo glorioso de
Esopo, al mucho menos glorioso de Tersites, a quien Ulises llama orador
facundo y a quien el mismo Ulises vapuleó con su cetro, y por fin a la
remanida memoria de Alejandro y Gian Lucido Gonzaga, el místico y el poeta de
la corte de Mantua, yo sentía crecer en mi corazón el encono, que iba formando
allá adentro una piedra negra y dura, y ese encono me cegaba y me impedía
gozar, como cualquier mortal hubiera gozado, del esplendor sensual que a mis
ojos se ofrecía en tanto se deslizaban la túnica y los velos, y Pantasilea, con
una inconsciencia pavorosa, continuaba hablando y hablando, desnuda ante un
público desesperado cuyas gibas pasaban de un espejo al otro y creaban, en
aquel aposento, una minúscula y extraña cordillera de corcovas color cereza que
se movía vagamente.
La cortesana se estiró
en un diván, ofrecida, y me alargó los brazos. Me acerqué tímidamente y me
senté a su lado, entre cojines. Apretó su cadera contra mi muslo y entonces
aconteció lo que yo tanto temía y que en realidad era imprescindible para que
se cumpliera el propósito del contrato: sus diestras manos comenzaron a
despojarme de mis ropas, con un conocimiento de las trabas añadidas que organizan
el indumento masculino que de no estar yo enterado de ella, me hubiera
informado en seguida acerca de su profesión por la técnica pericia que
evidenciaba y que Pantasilea ejercía sin desposeerse del aire intelectual, como
absorbido, que contrastaba con la voluptuosidad de su rostro.
Pero no le permití que
lograra su objetivo totalmente y, vestido a medias, hundida en las almohadas mi
joroba, permanecí junto a esa costosa desnudez célebre, tan blanca que
resplandecía en la penumbra. Ella me atrajo más; me besó, me estrechó, ¿debo
seguir describiendo una escena previsible y penosa, la inútil insistencia de su
habilidad, lo infructífero de mi colaboración? Mi enorme complejo me
agarrotaba, me helaba. Me pesaba mi joroba; me pesaba todo lo que reptaba y se
escondía en los arcanos de mi personalidad. Estaba delante del fuego,
tiritando.
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.