Así he conservado intacta, en el recuerdo, la imagen
de los ocho personajes palatinos. Sobre ellos descendía, como si un foco
central la proyectara en el corazón del cortile,
la áurea vibración solar, reverberando en géneros y metales, inflamando rubíes
y plumas, mientras que en el intercolumnio aparecían y desaparecían las grupas
y las crines de los caballos piafantes y entraban y salían los escuderos, los
lacayos y los esclavos de Hipólito, recibiendo de tanto en tanto, como un toque
pictórico, en un peto, en las piernas, en la arista del brazo, una breve
pincelada de luz que enaltecía la diversidad extravagante del séquito del
cazador, formado por moros del África del Norte, por arqueros tártaros, por un
bullir de caras y de torsos cuyos tintes iban del lustroso negro del ébano a la
amarillenta palidez del marfil, y de crenchas rebeldes domadas por gorros y
turbantes multicolores. A veces una mano finísima, cubierta de sortijas que
espejeaban como caparazones de coleópteros, emergía de la sombra, empuñando una
cimitarra, alzando un carcaj, en una sacudida de élitros y de antenas; o el
belfo de un palafrén, blanco de espuma, brotaba de la vaguedad de los
sarcófagos y de las estatuas, tironeado por uno de los servidores. Y esa
segunda zona circundante enmarcaba a la interior con un ritmo ágil que
contrastaba con la quieta, sonriente, lejana apostura de los señores, pues la
mayoría de los africanos y de los asiáticos poseían una ligereza furtiva de
saltimbanquis, malabaristas y acróbatas de cuerda floja, y sus brincos y
piruetas, sus gritos en dialectos bárbaros y sus cómicas contorsiones, tenían
la virtud de subrayar la esbelta elegancia de Hipólito y sus allegados, completando
de ese modo el estético planteo que a mis ojos se ofrecía y que era como un
resumen de la gracia de Florencia, inquieta y ceremoniosa, estupendamente
cosmopolita...
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.