...En el suelo, a su alcance, había un revoltijo de joyas
incompletas, estropeadas, inútiles. Sus dedos se crisparon en un largo alfiler
de oro y, manteniéndome inerte con el peso de su cuerpo, de sus duras rodillas,
de sus codos punzantes, me dobló la cabeza y me hundió la aguja en el lóbulo de
la oreja izquierda. Su grito feroz, el mío y el de Maerbale se sumaron y
retumbaron en la extensión de los desvanes que coronaban el caserón. La sangre
me mojó la mejilla y bajó hacia la boca.
—¡No, no! —chilló Maerbale, y sobre la faz descompuesta de
Girolamo vi, en un relámpago, la lividez de la suya.
Pero eso no era todo; Girolamo, como tantos hombres cuya
iras vesánicas ennegrecen nuestra historia familiar con la crónica susurrada de
sus crímenes y de sus torturas, perdía el dominio de sí mismo cuando el
estallido de la ira lo cegaba, y necesitaba saciarse en el arrebato, ir hasta
la raíz hambrienta de la cólera, alimentándola, para que ésta cediera. Todavía
su ímpetu frente al Orsini despreciado que se había atrevido a ofenderlo no
había llegado a su punto culminante. Volvió a rastrear, casi sin mirarlas, en
el montón de joyas. Su torso, bañado de sudor, espejeaba, como untado con
aceites. Halló por fin lo que perseguía, un pendiente, parte quizá de un
aderezo extraviado, con camafeo de amatista que no olvidaré nunca, pues durante
dos segundos mortales osciló delante de mis ojos, como algo vivo, como si
respirara, como si fuera un insecto extraño, con muchas patas de oro retorcido
y un cuerpo morado cubierto de inconcebibles figuras, y clavó su garfio en el
orificio que acababa de abrir en mi oreja sangrienta.
—¡No, no! —tornó a chillar, muerto de miedo,
Maerbale.
Bomarzo.