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227 # Bomarzo. (VI)

¿Cuánto tiempo permanecí allí, asombrado, dudando, tratando de entender? Movíase la antorcha y con ella se movía el coro de las efigies, reiterando el austero blanquinegro que iba de un panel al otro, en los hábitos monacales, y que acompasaba con sobrio retornelo musical la polifonía de los ropajes cortesanos; pero yo no veía más que a Gian Corrado Orsini, y aunque el artista lo había situado a un costado de la composición, la grácil estampa de mi padre, desplazada por los vaivenes del hacha encendida y por la atención angustiosa con que yo la observaba, constituía ahora el centro del políptico, y los restantes personajes rotaban en torno, como en una esfera armilar por cuyos círculos desfilaban lentísimamente figuras celestes y mundanas, rindiéndole cadenciosa pleitesía.

¿Qué significaba ese retrato? ¿Qué me enseñaba? Empinado ante el altar, me esforzaba yo por interpretar su símbolo. ¿Quería decir que, frente a la verdad que creemos poseer como única, existen otras verdades; que frente a la imagen que de un ser nos formamos (o de nosotros mismos), se elaboran otras imágenes, múltiples, provocadas por el reflejo de cada uno sobre los demás, y que cada persona —como ese pintor Lorenzo Lotto, por ejemplo— al interpretarnos y juzgarnos nos recrea, pues nos incorpora algo de su propia individualidad, de tal suerte que cuando nos quejamos de que alguien no nos comprende, lo que rechazamos, no reconociéndolo como nuestro, es el caudal de su esencia más sutil, que él nos agrega involuntariamente para ponernos a tono con su visión de lo que para él representamos en la vida? ¿No existiremos como entidades particulares, independientes? ¿Cada uno de nosotros será el contradictorio resultado de lo que los demás van haciendo de él, de lo que los demás forjan, por esa necesidad de transposición armonizadora que cada uno siente como un medio de comunicación; por esa necesidad de verse a uno mismo al ver al otro? ¿Cada uno de nosotros será todos, si estamos hechos de repercusiones que los demás se llevan consigo? ¿Andaremos por el mundo entre espejos enfrentados y deformantes, siendo nosotros mismos esos espejos? Pero no… porque cuando yo me pienso, a mí mismo, sin el aditamento que cada uno, para sí, me añade, me pienso tal cual soy, en mi desnuda limitación auténtica. ¿Y acaso esas incorporaciones no dejan rastros, no desfiguran, no mimetizan, no nos hacen actuar a menudo de diversa manera ante la diversa gente, dándoles, sin que nos percatemos de ello, lo que esperan de nosotros, multiplicándonos, diluyéndonos?
 
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.

101 # El unicornio (IX)

...lo que yo deseo es que el lector juzgue en su exacto alcance los atributos, más humanos del caracter de Ozil. Evidentemente, yo podría pasar por alto los detalles desagradables y ofrecer de él una imagen pulida. Creo, sin embargo, que no me corresponde exponer una estatua de bronce, empinada en un caballo lustroso, el asta del unicornio en la diestra y los laureles de Egipto en torno de la frente, sino la imagen de un hombre, de un hombre tan débil como cualquier otro, que fue sin duda generoso y valiente y no vaciló en arriesgarse, como afirmaba la rubrica de sus honrosas cicatrices, en pro de un móvil desinteresado, y que, zarandadeado en las amarguras de la existencia y aprisionado por las trampas de su pobreza y de su sensualidad, en las que caía empujado por el liviano espiritú que distinguía a su época, cometió muchos actos vituperables. Sería más cómodo para mi, y acaso ciertos lectores conformistas lo hubiesen preferido, pintar el convencional retrato de un caballero de Dios (que lo era), bizarro (que lo era también), puro (que no lo era), desprendido de las trabas del dinero y los honores (que tampoco pudo serlo), y añadirlo a la incorrupta galería de los paladines cantados por las gestas, pero eso hubiera sido reiterar imágenes que, por idealizadas, abandonan la categoría de lo patéticamente lógico para ascender a la esfera radiante de los deshumanizados paradigmas.


El unicornio.
Manuel Mujica Lainez.