¿Cuánto
tiempo permanecí allí, asombrado, dudando, tratando de entender? Movíase la
antorcha y con ella se movía el coro de las efigies, reiterando el austero
blanquinegro que iba de un panel al otro, en los hábitos monacales, y que
acompasaba con sobrio retornelo musical la polifonía de los ropajes cortesanos;
pero yo no veía más que a Gian Corrado Orsini, y aunque el artista lo había
situado a un costado de la composición, la grácil estampa de mi padre,
desplazada por los vaivenes del hacha encendida y por la atención angustiosa
con que yo la observaba, constituía ahora el centro del políptico, y los
restantes personajes rotaban en torno, como en una esfera armilar por cuyos
círculos desfilaban lentísimamente figuras celestes y mundanas, rindiéndole
cadenciosa pleitesía.
¿Qué
significaba ese retrato? ¿Qué me enseñaba? Empinado ante el altar, me esforzaba
yo por interpretar su símbolo. ¿Quería decir que, frente a la verdad que
creemos poseer como única, existen otras verdades; que frente a la imagen que
de un ser nos formamos (o de nosotros mismos), se elaboran otras imágenes,
múltiples, provocadas por el reflejo de cada uno sobre los demás, y que cada
persona —como ese pintor Lorenzo Lotto, por ejemplo— al interpretarnos y
juzgarnos nos recrea, pues nos incorpora algo de su propia individualidad, de
tal suerte que cuando nos quejamos de que alguien no nos comprende, lo que
rechazamos, no reconociéndolo como nuestro, es el caudal de su esencia más
sutil, que él nos agrega involuntariamente para ponernos a tono con su visión
de lo que para él representamos en la vida? ¿No existiremos como entidades
particulares, independientes? ¿Cada uno de nosotros será el contradictorio
resultado de lo que los demás van haciendo de él, de lo que los demás forjan,
por esa necesidad de transposición armonizadora que cada uno siente como un
medio de comunicación; por esa necesidad de verse a uno mismo al ver al otro?
¿Cada uno de nosotros será todos, si
estamos hechos de repercusiones que los demás se llevan consigo? ¿Andaremos por
el mundo entre espejos enfrentados y deformantes, siendo nosotros mismos esos
espejos? Pero no… porque cuando yo me pienso, a mí mismo, sin el aditamento que
cada uno, para sí, me añade, me pienso tal cual soy, en mi desnuda limitación
auténtica. ¿Y acaso esas incorporaciones no dejan rastros, no desfiguran, no
mimetizan, no nos hacen actuar a menudo de diversa manera ante la diversa
gente, dándoles, sin que nos percatemos de ello, lo que esperan de nosotros,
multiplicándonos, diluyéndonos?
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.