228 # Bomarzo (VII)

Caminando sobre inscripciones fúnebres, llegamos hasta el aparato sepulcral del condotiero. Desde los otros monumentos, guerreros y mandatarios nos contemplaban, de pie en sus sarcófagos. Me empiné cuanto pude en las losas rojas y blancas y miré, allá arriba, la estatua ecuestre. Nicolás Orsini había muerto a los sesenta y nueve años, pero el militar de empenachado yelmo que se erguía, dorado, en el crucero de la derecha, bajo el león de San Marcos, flanqueado por los escudos de nuestra familia, los osos y las rosas, era muy joven. Triunfaba en la gloria del caballo y de la armadura como si no debiera, no pudiera morir, y me pareció un héroe de Ariosto, un Orlando eterno.

—Éste —comentó Valerio— es un Orsini inmortal.

Yo pensé que el inmortal estaba muerto, bien muerto; que los gusanos se aposentaban en su carne, hacía más de veinte años, bajo la piedra que ocultaba sus despojos; y que si desplazaran el peso de esa losa y pusieran aquellos restos horribles de un viejo devorado por las larvas, junto a la imagen del mancebo victorioso que seguía cabalgando y comandando, se apreciaría la desproporción caricaturesca del simulacro teatral. Y recapacité en la promesa formulada para mí por el astrólogo de ese mismo capitán, que era como un mensaje suyo, del gran Nicolás Orsini, como un aviso de ultratumba. Había que pelear contra la muerte. La muerte era el único enemigo auténtico.
 


Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.