Caminando
sobre inscripciones fúnebres, llegamos hasta el aparato sepulcral del
condotiero. Desde los otros monumentos, guerreros y mandatarios nos
contemplaban, de pie en sus sarcófagos. Me empiné cuanto pude en las losas
rojas y blancas y miré, allá arriba, la estatua ecuestre. Nicolás Orsini había
muerto a los sesenta y nueve años, pero el militar de empenachado yelmo que se
erguía, dorado, en el crucero de la derecha, bajo el león de San Marcos,
flanqueado por los escudos de nuestra familia, los osos y las rosas, era muy
joven. Triunfaba en la gloria del caballo y de la armadura como si no debiera,
no pudiera morir, y me pareció un héroe de Ariosto, un Orlando eterno.
—Éste —comentó Valerio— es un Orsini inmortal.
Yo pensé
que el inmortal estaba muerto, bien muerto; que los gusanos se aposentaban en
su carne, hacía más de veinte años, bajo la piedra que ocultaba sus despojos; y
que si desplazaran el peso de esa losa y pusieran aquellos restos horribles de
un viejo devorado por las larvas, junto a la imagen del mancebo victorioso que
seguía cabalgando y comandando, se apreciaría la desproporción caricaturesca
del simulacro teatral. Y recapacité en la promesa formulada para mí por el
astrólogo de ese mismo capitán, que era como un mensaje suyo, del gran Nicolás
Orsini, como un aviso de ultratumba. Había que pelear contra la muerte. La
muerte era el único enemigo auténtico.
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.