226 # Bomarzo (V)

El duque de Urbino presentó el estoque y, al levantarlo su majestad, se desprendió el pomo de la empuñadura, cayendo al suelo y desengarzándose varias perlas. Decididamente, los Orsini no teníamos suerte. Las consecuencias de la desorganización en las solemnidades coronarias se reflejaban sobre nosotros. Cuando se derrumbó el pasadizo en San Petronio, uno de los heridos fue Maerbale, y a mí —tan luego a mí, que ansiaba que el acto transcurriera pronto y que estaba inmóvil en el suelo, trabado por la desesperada timidez— me tocaba que se rompiera el arma imperial. Infirieron algunos —siempre se deducían pronósticos de los acontecimientos anormales, y más en Italia— que eso significaba que el emperador, obligado a ausencias, no podría gobernar bien su ejército, por falta de una cabeza principal; y otros sacaron en conclusión que el emperador jugaría su espada en Levante, de donde procedían las perlas, y que sus soldados usufructuarían las riquezas de los turcos.

Ajustaron la empuñadura, y yo continuaba de rodillas, hasta que me atreví a alzar los párpados y vi, perplejos, irresolutos, sobre mí, los ojos miopes de Carlos Quinto. También él sufría en ese instante, a causa de lo ridículo de la situación; también él era tímido, flaqueza que presentí bajo la coraza de su autoridad; y esa coincidencia, que durante unos segundos lo tornó patéticamente humano, provocó entre ambos, con ser tan grande la lejanía que nos separaba, una comunicación huidiza y profunda, que duró lo que el intercambio de nuestras miradas nerviosas. En torno permanecían mi abuelo y otros caballeros y prelados, con mis guantes, con las espuelas de oro. Para ganar tiempo, el cardenal bendijo esos símbolos. Por fin el emperador volvió a esgrimir el estoque, con mucho cuidado, y me rozó con él el hombro. El contacto fugaz del acero me estremeció, como si me estuviera quemando la giba detestada, y como si aquel cauterio aplicado por la mano regia pudiera librarme quirúrgicamente de mi congénito horror. Me conmovió una pena física y extraña, tan singular que no sabría si, al pronunciar las palabras definitivas, en nombre de Dios y de los santos héroes, el Habsburgo lo hizo en un castellano teutónico o en un latín reprobable.
 

Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.