El duque de
Urbino presentó el estoque y, al levantarlo su majestad, se desprendió el pomo
de la empuñadura, cayendo al suelo y desengarzándose varias perlas.
Decididamente, los Orsini no teníamos suerte. Las consecuencias de la
desorganización en las solemnidades coronarias se reflejaban sobre nosotros.
Cuando se derrumbó el pasadizo en San Petronio, uno de los heridos fue
Maerbale, y a mí —tan luego a mí, que ansiaba que el acto transcurriera pronto
y que estaba inmóvil en el suelo, trabado por la desesperada timidez— me tocaba
que se rompiera el arma imperial. Infirieron algunos —siempre se deducían
pronósticos de los acontecimientos anormales, y más en Italia— que eso
significaba que el emperador, obligado a ausencias, no podría gobernar bien su
ejército, por falta de una cabeza principal; y otros sacaron en conclusión que
el emperador jugaría su espada en Levante, de donde procedían las perlas, y que
sus soldados usufructuarían las riquezas de los turcos.
Ajustaron la
empuñadura, y yo continuaba de rodillas, hasta que me atreví a alzar los
párpados y vi, perplejos, irresolutos, sobre mí, los ojos miopes de Carlos
Quinto. También él sufría en ese instante, a causa de lo ridículo de la
situación; también él era tímido, flaqueza que presentí bajo la coraza de su
autoridad; y esa coincidencia, que durante unos segundos lo tornó patéticamente
humano, provocó entre ambos, con ser tan grande la lejanía que nos separaba,
una comunicación huidiza y profunda, que duró lo que el intercambio de nuestras
miradas nerviosas. En torno permanecían mi abuelo y otros caballeros y
prelados, con mis guantes, con las espuelas de oro. Para ganar tiempo, el
cardenal bendijo esos símbolos. Por fin el emperador volvió a esgrimir el
estoque, con mucho cuidado, y me rozó con él el hombro. El contacto fugaz del
acero me estremeció, como si me estuviera quemando la giba detestada, y como si
aquel cauterio aplicado por la mano regia pudiera librarme quirúrgicamente de
mi congénito horror. Me conmovió una pena física y extraña, tan singular que no
sabría si, al pronunciar las palabras definitivas, en nombre de Dios y de los
santos héroes, el Habsburgo lo hizo en un castellano teutónico o en un latín
reprobable.
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.