Le pertenecí totalmente, como no le había pertenecido desde
la época de nuestro noviazgo, cuando la velé estirada, exánime, en la capilla
del castillo, y durante los días siguientes, y así ocurrió la anomalía, muy
propia de mi carácter, de que yo la haya amado profundamente en el tiempo
anterior a nuestro casamiento, en que no la veía, y en el tiempo que siguió a
su muerte, en que tampoco podía verla. Lo que en ella amé fue su categoría de
augusto símbolo, pero el ser de carne y hueso me intimidó siempre, aun en las
ocasiones angustiosas en que la poseí. Por eso la amé de verdad cuando todavía
no existía para mí y cuando ya no existía para nadie, es decir cuando era sólo
una entelequia señorial; sin cuerpo, sin voz, sin aroma, sin deseos, un
arquetipo inalterable y suntuoso. En cambio mis hijos lloraron afligidos, como
Horacio, como Cecilia, como Nicolás, como las pobres mujeres y los pobres
campesinos del lugar, a su realidad cotidiana, despojada de retóricos ornatos,
y, en el instante en que me adelanté a ofrecerle mis lágrimas, los pequeños que
sollozaban consolados por sus ayas y sus preceptores, en el banco que presidía
Messer Pandolfo, rechazaron mi tentativa de ternura paternal, con la
insuperable perspicacia de las emociones que rara vez engaña a los niños.
Amábamos y llorábamos a dos personalidades distintas y no podíamos
comprendernos.
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.