233 # Bomarzo (XII)


Le pertenecí totalmente, como no le había pertenecido desde la época de nuestro noviazgo, cuando la velé estirada, exánime, en la capilla del castillo, y durante los días siguientes, y así ocurrió la anomalía, muy propia de mi carácter, de que yo la haya amado profundamente en el tiempo anterior a nuestro casamiento, en que no la veía, y en el tiempo que siguió a su muerte, en que tampoco podía verla. Lo que en ella amé fue su categoría de augusto símbolo, pero el ser de carne y hueso me intimidó siempre, aun en las ocasiones angustiosas en que la poseí. Por eso la amé de verdad cuando todavía no existía para mí y cuando ya no existía para nadie, es decir cuando era sólo una entelequia señorial; sin cuerpo, sin voz, sin aroma, sin deseos, un arquetipo inalterable y suntuoso. En cambio mis hijos lloraron afligidos, como Horacio, como Cecilia, como Nicolás, como las pobres mujeres y los pobres campesinos del lugar, a su realidad cotidiana, despojada de retóricos ornatos, y, en el instante en que me adelanté a ofrecerle mis lágrimas, los pequeños que sollozaban consolados por sus ayas y sus preceptores, en el banco que presidía Messer Pandolfo, rechazaron mi tentativa de ternura paternal, con la insuperable perspicacia de las emociones que rara vez engaña a los niños. Amábamos y llorábamos a dos personalidades distintas y no podíamos comprendernos.
 



Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.