232 # Bomarzo (XI)


Maerbale hubiera debido estar allí y no yo. Maerbale o Girolamo. Jamás debí permitir que Girolamo muriera en el Tíber, ni mandar a Maerbale a la muerte, luego de entregarle mi mujer. Esta vida era la suya y no la mía. La armadura que desde un rincón presidía mil cavilaciones, hubiera debido pertenecerles. Estaba viviendo de prestado, como un actor. Los mendigos de Bomarzo, que me habían seguido, alucinados por áureas promesas extravagantes, rondaban como tigres en torno de mi tabuco. Muchos habían lanzado el último suspiro en los pantanos, y sus amoratados puños, que emergían de los hoyos glaciales, continuaban amenazándome desde el infierno de escarcha. La guerra era algo horrible, repugnante, algo que no guardaba relación alguna con un casco en cuyo crestón Sileno reía y con un escudo en el que raptaban a Helena de Troya. Y la guerra de Troya, probablemente, habría sido también, sin dioses, sin bellos capitanes desnudos, con lluvia, lluvia y lluvia y hambre y frío y suciedad y llagas y muchachos que se arqueaban vomitando y cirujanos rojos de sangre que cortaban manos y piernas.
 
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.