Maerbale
hubiera debido estar allí y no yo. Maerbale o Girolamo. Jamás debí permitir que
Girolamo muriera en el Tíber, ni mandar a Maerbale a la muerte, luego de
entregarle mi mujer. Esta vida era la suya y no la mía. La armadura que desde
un rincón presidía mil cavilaciones, hubiera debido pertenecerles. Estaba
viviendo de prestado, como un actor. Los mendigos de Bomarzo, que me habían
seguido, alucinados por áureas promesas extravagantes, rondaban como tigres en
torno de mi tabuco. Muchos habían lanzado el último suspiro en los pantanos, y
sus amoratados puños, que emergían de los hoyos glaciales, continuaban
amenazándome desde el infierno de escarcha. La guerra era algo horrible,
repugnante, algo que no guardaba relación alguna con un casco en cuyo crestón
Sileno reía y con un escudo en el que raptaban a Helena de Troya. Y la guerra
de Troya, probablemente, habría sido también, sin dioses, sin bellos capitanes
desnudos, con lluvia, lluvia y lluvia y hambre y frío y suciedad y llagas y
muchachos que se arqueaban vomitando y cirujanos rojos de sangre que cortaban
manos y piernas.
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.