Mis ojos se
apartaban entonces de la compañía e iban hacia el valle, donde una columna de
humo, con tenues volutas amarillas, me aseguraba que Silvio de Narni seguía
entregado a su desesperada labor, y en esas oportunidades me costaba determinar
cuál era la auténtica de las dos verdades que a mi vista se brindaban y cuál la
absurda fantasía: si el alquimista que, hundido como un topo en el seno de la
tierra, rodeado de las efigies de los supremos taumaturgos, mezclaba sus
filtros buscando la fórmula del oro y de la inmortalidad, o los hombres de
letras que con bellas palabras astutas, esforzándose para hipnotizarse entre sí
por medio de metáforas y emblemas, practicaban otra forma de magia, preciosa y
estéril.
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.