230 # Bomarzo (XIX)


Julia estaba todavía a medio vestir. Me miró, asombrada, porque nuestras relaciones, como he dicho, se caracterizaban por un recato imbuido de ceremoniosa cortesía, y aunque ni una vez —ni entonces, ni después, ni nunca— aludí a lo que acababa de sucederle, entendió que estaba al tanto de su traición. Lo que no podía imaginar es que yo la había provocado con mi insensatez. Salió del lecho revuelto, y sus finas piernas brillaron un segundo, como espadas. Luego retrocedió, asustada, descalza, cubriéndose los pechos con las manos, hacia el fondo de la cámara penumbrosa. Sin duda temía que la matase. Pero yo, de un empellón, la volví a arrojar en la cama donde la había poseído mi hermano, y ahí, ferozmente, sin despojarme de la daga y del estoque que se enredaban en sus piernas y le arañaban la cintura, ensangrentándola, conseguí lo que no había conseguido hasta entonces. No había sido mía cuando debió, como lógica secuela de nuestra boda, y lo fue esa tarde, por despecho. El rencor y los celos me vigorizaron, barriendo mis ligaduras, mis turbaciones y mi flaqueza pusilánime, y lograron lo que no había obtenido el descubrimiento inicial de su belleza escondida, facilitada por las bendiciones y los contratos. No la maté, cuando me alcé, saciado por fin, desesperado, de las cobijas en las cuales flotaba el olor de Maerbale, porque, a pesar de mi enajenación extraviada, conservé bastante lucidez —la lucidez, el cálculo, jamás me abandonaban— para recordar el riesgo que el hijo de Cecilia Colonna implicaba para Bomarzo y que había sido el origen de aquel desastre, de aquel absurdo.

El Destino, que no perdía ocasión de mofarse de mí, había vuelto a jugarme una mala pasada de graves consecuencias. Para que yo pudiera darle a Bomarzo un heredero, fue menester que Maerbale se cruzara en mi camino y se posesionara, antes que yo, de mi mujer. Y fue menester que yo mismo lo combinara con la complicidad de un siervo. Diríase que mi sexualidad irresoluta, que trababan los complejos extraños, había requerido esa conmoción atroz, ese latigazo, para manifestarse. Sin el estímulo terrible de la rabia y la deslealtad, lo más probable es que Julia no me hubiera permitido y que mi vida se hubiera quemado a su vera, viéndola descaecer y marchitarse su lozanía. Ahora tendríamos un hijo, de ello estaba seguro, pero no sabría si era hijo mío o de Maerbale.

Ése —el peor de todos, el que más torturaría a mi vanidad, a mi sentido dinástico, a mi afán dominador, a mi necesidad de encontrar apoyos inamovibles que me ayudaran a proseguir mi andanza por el tremedal de la vida, sembrado de pantanos oscuros— sería mi castigo por lo que había hecho y por lo que me aprontaba a hacer, inexorablemente empujado por la fatalidad. Y lo monstruoso del caso, si bien se mira como ahora lo miro y lo mirará cualquiera, porque entonces, cegado por la pasión y prisionero de mi estructura miserable, me faltaban la calma y la perspicacia imprescindibles para advertirlo, es que yo era el único culpable de cuanto me acontecía. Mi existencia se pudo desenvolver plácidamente, normalmente, de no haber mediado los conflictos de mi carácter. Era duque, era rico, mi mujer era hermosa y pudiente, procedía de una de las casas más ilustres de Italia, de la que hubiera escogido, si se me hubiera dado a elegir entre nuestras viejas coronas; el propio Carlos Quinto me había armado caballero; había heredado una tierra y unas piedras admirables, densas de antiquísima sugestión; muchos envidiarían mi estado, mi lujo, mi influencia, mis entradas en la corte pontificia, mi trato de igual a igual con los grandes; gustaba del arte como un refinado; componía unos versos que no desmerecían junto a los de los poetas que me rodeaban; tenía una cara bella, aristocrática, unos ojos que reflejaban la majestad y la ironía y que detenían, turbados, a los ojos de los demás; mi capacidad sensual, como la de tantos hombres destacados de mi época, me situaba por encima de los prejuicios; Dios, su maravilla y su espanto, no me inquietaban todavía; me adoraba mi abuela, el ser más extraordinario que conocí; el azar oportuno había suprimido a quienes entorpecían mi progreso; si había nacido deforme, otros, bastantes otros, habían nacido así y lo superaron con personalidades menos prestigiosas que la mía; cuando vine al mundo me pronosticaron algo mágico, fabuloso, que me exaltaba sobre mis contemporáneos y que hacía de mí un individuo aparte, impregnado de desvelante misterio. Y sin embargo tronché, destrocé mi vida. Claro que para actuar de distinto modo, yo hubiera debido ser esencialmente distinto. No hubiera sido yo.


 
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.