Intempestivamente
formuló una observación curiosa. Como si hubiera vencido la cortedad que lo
oprimía, alzó hacia los míos sus ojos negros y murmuró:
—La vida de
Su Excelencia es tan hermosa… tan rica… que pienso que en lugar de mandar que
pintemos la historia de sus antepasados, debería ordenarnos que pintásemos su
propia historia, en el castillo.
Permanecía
en suspenso, como quien acaba de ser testigo de una revelación. Al muchacho se
le había ocurrido lo obvio. Quizás porque era demasiado obvio, porque lo tenía
excesivamente cerca y me faltaba la perspectiva para apreciarlo, necesité que
otro me lo dijera. Eso, que me había rondado en vano, esforzándose para que lo
comprendiera, salía de pronto a la transparencia de la tarde. Me puse de pie,
como si me cegara la brusca claridad, y me apoyé en un tronco. Veía por fin lo
que debía hacer. Mi tema y yo nos habíamos encontrado y formábamos desde ese
segundo una indestructible unidad. Mi vida… mi vida transfigurada en símbolos…
salvada para las centurias… eterna… imperecedera… He ahí lo que debía relatar
en Bomarzo, pero no a través de los frescos efímeros de Jacopo del Duca, cuya
posibilidad quedaría abandonada para siempre en el entrecruzamiento de los andamios,
en una desierta galería del castillo, sino utilizando las rocas perennes del
bosque. El bosque sería el Sacro Bosque de Bomarzo, el bosque de las alegorías,
de los monstruos. Cada piedra encerraría un símbolo y, juntas, escalonadas en
las elevaciones donde las habían arrojado y afirmado milenarios cataclismos,
formarían el inmenso monumento arcano de Pier Francesco Orsini. Nadie, ningún
pontífice, ningún emperador, tendría un monumento semejante. Mi pobre
existencia se redimiría así, y yo la redimiría a ella, mudado en un ejemplo de
gloria. Hasta los acontecimientos más pequeños cobrarían la trascendencia de
testimonios inmortales, cuando los descifrasen las generaciones por venir. El
amor, el arte, la guerra la amistad, las esperanzas y desesperanzas… todo
brotaría de esas rocas en las que mis antecesores, por siglos y siglos, no
habían visto más que desórdenes de la naturaleza. Rodeado por ellas, no podría
morir, no moriría. Habría escrito un libro de piedra y yo sería la materia de
ese libro impar.
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.