De vez en vez, un halcón remontaba el vuelo y planeaba,
alto y seguro. Mi hijo Marzio andaba de caza con los hijos de León Orsini.
Caían aves muertas entre los cipreses, y los azores traían otras en las garras.
Era menester ser muy joven, para arriesgarse así bajo el sol que abrasaba las
mustias heredades.
Cleria se había aligerado las ropas, pero el mazacote de
las faldas rígidas y el rebozo la oprimían con su sofocación. Se dobló en una
reverencia (siempre, sin motivo, me hacía unas grandes reverencias exageradas),
y Violante, que estaba a su lado, sonrió ligeramente.
—Tengo que pediros algo —me dijo mi mujer.
Nunca me pedía nada. Le sobraban dineros para que su deseo
más mínimo se cumpliera de inmediato. Poseía todo, todo. La transpiración le
ponía en los labios un rocío trémulo. Enarqué una ceja y aguardé.
—Se trata de una nimiedad. Júzguelo Su
Excelencia…
Y ella también sonrió, mientras me tendía una mano. Sentí
entre mis dedos, los suyos, gordezuelos pero firmes, que el sudor humedecía, y
me erizó una repugnancia inaguantable. Ahora los halcones, dos halcones, abrían
sus alas sobre el plomo del cielo. Se quemaban allá arriba, fijos.
—Nuestras armas… —añadió Cleria, amenguando el tono,
buscando con sus duros ojos azules los míos, pero la rehuí—. Su Excelencia las
conoce… las tres estrellas… el escudo de Clementini… de nuestro pontífice… Mi
ceja derecha ascendió más todavía.
—Quisiera… quisiera que las mandarais labrar, en las
murallas del castillo… o en alguno de los aposentos…
Guardé silencio y eso pareció alentarla. Me abombaban, me
ofuscaban el calor, su estupidez, su pretensión. La odié; la odié cabalmente.
—También se hallan aquí las de los Farnese —prosiguió
Cleria— y creo que sería justo… en la capilla, encima del portal…
Separé mi mano de la que me oprimía,
pegajosa.
—He pensado que se podría hacer venir de Roma un buen
artífice… sin reparar en gastos… la osa… la rosa… las estrellas de plata…
Respiré hondo. Se me entró por la nariz el aire candente,
el aire de Bomarzo. Fue como si lo aspirara a Bomarzo, a mi Bomarzo etrusco,
infinitamente viejo, los campos, las colinas, las rocas. Quedé colmado de
Bomarzo, denso. Cortante, pronuncié, recalcando las palabras:
—No. Eso no se hará. No se debe hacer.
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.