De la
penumbra del habitáculo emergió la fina cara aguileña de un joven, cuyo nombre
pronunció el duque sin que yo lo captara, en mi turbación sufriente, pues vino
embarullado dentro de un aluvión de palabras que describían la intromisión
oportuna del extranjero y la forma en que, atraído por las voces de Antonello y
del propio Crispi, que ya había vuelto en sí, me había recogido y me había
llevado en brazos hasta la nave. Era un español, paje del cardenal Julio
Aquaviva. Me esforcé por expresarle mi reconocimiento, pero no lo toleró el
muchacho, que con tono vivaz respondió a las preguntas formuladas por quienes
me rodeaban. Lo oí confusamente, tanto me entorpecía el largo desmayo. Hablaba
de cómo había trabado relación con el cardenal en Madrid, en ocasión de la
embajada que presidió ante Felipe II, para significarle el pesar de Pío V por
la muerte de su hijo Don Carlos, y de cómo lo había acompañado luego a Roma, en
su séquito. El cardenal —yo lo conocí en casa de su padre, el duque de Atri, y
conversé con él después en la de mi suegro Farnese— se destacaba por su
cultura, y el paje (nos lo confesó sonriendo) también había hecho ensayos
poéticos y hasta compuso una elegía con motivo del fallecimiento de Doña Isabel
de Valois, tercera esposa del rey. Luego, solicitado por el oficio de las
armas, más acorde con su ánimo que el ajetreo de palacio, se incorporó a la
compañía del capitán Diego de Urbina, de guarnición en Italia y separada de su
tercio que presto se le reunió. Viajaba con él a bordo de la Marquesa.
La
presencia de mi desconocido salvador me infundió nuevo brío. Emanaba de sus
ojos, de sus ademanes, de su personalidad, un poderoso influjo. La mención de
sus inclinaciones líricas me impulsó a manifestarle, sin desprenderme de mi
aire condescendiente, que yo era asimismo poeta, y mandé a Antonello que
buscara el ejemplar de Ariosto del cual no me separaba nunca. Lo entregué al
paje de Aquaviva y le pedí que lo conservara, en recuerdo de mi gratitud. Él lo
tomó con respeto y algo dijo de cuánto admiraba al Furioso.
—Permita
Vuestra Excelencia —expresó— que a mi vez le deje el libro de un autor excelso,
de un poeta de Castilla.
Sacó de su
faltriquera un volumen muy manoseado, y Horacio leyó, a la luz escasa, que se
trataba de las obras de Garcilaso de la Vega, publicadas el año anterior.
Añadió el huésped que me interesarían especialmente, por la influencia que
sobre él habían ejercido Petrarca y Sannazaro, que estimuló Andrés Navajero,
embajador de la Señoría de Venecia, cuando le sugirió a Garcilaso, en Granada,
la posibilidad de utilizar los metros italianos en su lengua.
El duque de
Naxos nos escuchaba, con desplantes de conocedor, si bien poco sabía de estas
cosas y mucho de mujeres, de halcones y de manjares, y yo, aunque mi juicio no
era muy claro, tampoco quise pasar por lego en el asunto, y le contesté que ya
en Bolonia, hacía cuarenta años, durante las fiestas de la coronación de Carlos
Quinto, había tenido mentas de la hermosura de las églogas de Garcilaso, quien
estaba allí entre los mancebos más próximos a la Majestad Cesárea. El cardenal
Bembo lo había elogiado fervorosamente, y Bernardo Tasso fue su amigo en
Nápoles.
—Garcilaso
ha sido —añadió el muchacho— poeta y guerrero, como Su Excelencia. Murió en
Francia, en el asedio de una fortaleza, camino de Fréjus. Lo destrozaron bajo
una piedra enorme; cayó al foso. Tenía treinta y tres años.
Yo, tonto
de mí, en lugar de alentarlo para que continuase refiriéndome episodios de la
vida del héroe me puse a explicar lo que representaba mi propia creación
literaria. Me referí a Bomarzo, mi
poema inexistente, definitivamente descartado, como si en realidad lo hubiese
escrito. Él me atendía con solicitud cortés. He guardado en la mente su imagen
nítida: la frente alta, los ojos negros bajo las cejas de preciso dibujo, los
pómulos modelados, la nariz fuerte y sensible, las sonrisas que lo esclarecían,
los dedos largos que acariciaban las tapas del Ariosto.
Entró el
médico de Marcantonio Colonna para cambiarme los vendajes. Salieron todos, menos Antonello que, ufano de su responsabilidad, se
quedó para presentar al físico los lienzos limpios y la escudilla, pero torcía
la cara, rehuyendo la visión de los paños ensangrentados. Antes de que se
fuese, pedí al paje del cardenal Aquaviva que tornase a visitarme. Prometió
hacerlo, pero al día siguiente no apareció por la Capitana, y al otro, 8 de setiembre, se efectuó en Messina la revista general de la flota. Ya no lo vi nunca más, y concluí
por olvidarlo. Siglos más tarde he pensado infinitas veces en él, con
desesperación. Durante el resto del viaje, leí los poemas de Garcilaso. Sólo
entonces noté en la segunda página del ejemplar, la firma de quien me lo diera.
Estaba trazada en dos líneas unidas por el diseño de la rúbrica, y en ellas se
apretaba un nombre que jamás había oído de labio alguno: Miguel de Cervantes
Saavedra.
¡Ay, si yo
hubiera sabido, si hubiera adivinado! Pero ni siquiera pude enterarme de la
edición del Quijote, para la cual faltaban treinta y cuatro años todavía, ni de
nada, ni de nada… Cervantes se redujo a eso, para mí: a un paje, un camarero
del cardenal Aquaviva y Aragón; un soldado del capitán Diego de Urbina, del
tercio de Don Miguel de Moncada, que me transportó en brazos desde la plaza de
la Annunziata del Catalani hasta la galera del duque de Pagliano, como Samuel
Luna me había trasladado otras veces; un poeta, un muchacho a quien di mi
volumen de Ariosto y que me dio el suyo, de Garcilaso de la Vega… Unos ojos
negros, una leve sonrisa… Mi sangre manchó sin duda su jubón, en tanto me
sostenía, me abrazaba… Junto al mío, el corazón de Cervantes… Y yo, imbécil, le
mentí mi Bomarzo retórico, en
cuarenta cantos fantasmales, en un diluvio de estrofas invisibles, cuando él
callaba y aprobaba mis pobres frases preñadas de vanidad… ¡Si hubiera sabido!
Lo hubiera aposentado en mi castillo; lo hubiera festejado como a un monarca,
mejor que al cardenal de Este, mejor que al duque de Urbino, mejor que a la
marquesa de Mantua, mejor que a ninguno…
Bomarzo.
Manuel Mujica Lainez.