Gwynplaine pensaba en Dea ¿En quién podía pensar? Pero aquella noche, extrañamente confuso, lleno de un encanto en el que se hallaba la angustia, pensaba en Dea como un hombre piensa en una mujer. Se lo reprochaba a sí mismo. Era una debilidad. El sordo anhelo del esposo crecía en él. Dulce e imperiosa impaciencia. Franqueaba la frontera invisible, en la cual, en la parte de acá se hallaba la virgen y en la de allá la mujer. Se preguntaba con ansiedad y sentía lo que podemos llamar un rubor interior. El Gwynplaine de los primeros años se había transformado en la inconsciencia de un crecimiento misterioso. El ex adolescente púdico se sentía turbado e inquieto.
Todos tenemos el oído luminoso en el que nos habla el espíritu, y el oído oscuro en el que nos habla el instinto. En este oído amplificador, unas voces desconocidas le hacían ofrendas.
Por puro que sea el joven que sueña en el amor, el espesor de la carne acaba siempre por interponerse entre el sueño y él. La intenciones pierden su transparencia. Lo inconfesable que pide la naturaleza penetra en la consciencia. Gwynplaine experimentaba el apetito de la materia donde se hallan todas las tentaciones y del que casi carcía Dea.
En su fiebre, que le parecía malsana, transfiguraba a Dea, tal vez por el lado peligroso, tratando de exagerar aquella forma seráfica hasta llegar a la forma femenina. Es de ti, mujer, de quien tenemos necesidad.
El amor llega a no contentarse con un paraiso ideal. Le es necesaria la piel febril, la vida emocionada, el beso eléctrico e irreparable, los cabellos sueltos, el abrazo teniendo una finalidada: Lo sideral molesta, lo etéreo pesa. El exceso de idealismo en el amor es el exceso de combustible en el fuego. Se aviva la llama. Dea, aprehensible y presa por el vertiginoso acercamiento que mezcla en dos seres lo desconocido de la creación; Gwynplaine, desatinado, tenía una exquisita pesadilla. ¡Una mujer! Oía en él ese profundo grito de la naturaleza.
Abyssus abyssum vocat
El hombre que ríe.
Victor Hugo.