De mis labios dilatados se fugó un vozarrón desconocido, un baladro, un clangor de cien trompetas, un trueno de cien roncos bramidos juntos, con violencia tan insólita que los aldeanos sembradores, en lenguas a la redonda, levantaron las amedrentadas frentes hacia la celeste serenidad del cielo, pensando en la locura de una tormenta repentina que arrasaría sus cosechas y sus casas, y echaron a correr, como en horas de guerra y de invasión, hacia el abrigo castellano. Pero, con la explosión tan atroz que me dejó casi sorda, alcancé a distinguir, a pesar del estrépito, el gemido angustiado de Raimondín que huía por las escaleras. No había nada que hacer. Mi esposo me había descubierto, quebrando el pacto, y el anuncio de mi madre debía cumplirse. Tampoco lograba yo retenerme, ni cesar de gritar, estremeciendo con ello hasta los subtérraneos más distantes, ni impedir que mis mojadas alas de murciélago dilataran sus menbranas, me levantaran por el aire y, sacándome por el ventanal, me obligaran a dar tres vueltas a los parapetos de Lusignan, gritando, gritando siempre...
El unicornio.
Manuel Mujica Lainez.