102 # El unicornio (X)

   Se observará la cadena bellaca de perfidias que impuso el crimen que se preparaba: el resentimiento de Seramunda, vulnerada en su loca vanidad; el de Aymé, picada en la suya y en su rechazado libertinaje; el de Yolanz y el de Ithier, que también padecieron similares llagas, con matices diversos; el de Cabestanh, cuyo candor, pervertido por las cortesanas intrigas, se tiñó con los tintes malsanos que el enojo y la ansiedad mixturan. ¡Ay, demasiado sé que no estoy describiendo efusiones bonitas y que el lector se pasmara de que un hada exponga tantas ruidades, pero creo que a la altura de mi crónica ya habrá llegado a la conclusión de que las hadas de los cuentos infantiles pertenecen a una estirpe muy diferente de la que le señaló el destino a la zamarreada Melusina! Atribúyalo a la descomposición de las costumbres que a la sazón reinaba y que se esconde, como un oficio entre rosas, bajo el fluir de la literatura de Provenza, la cual se empeñó en dorar la memoria medieval y en presentarle al futuro una retocada imagen conveniente, un tapiz ceremonioso, en cuya trama multicolor las damas y los caballeros se hacen gráciles reverencias. Refiero lo que ví, oí, interpreté y deduje. Claro que preferiría narrar lo que, para el consenso público, es un dulce cuento de hadas. En otras partes de esta exposición encontrará quien me lea (ya los ha encontrado) atisbos de ese cuento convencional, pero ahora no tengo más salida que reseñar sin adornos lo que la desgracia preludiaba a la sombra de las almenas de Castel-Rousillon. ¿Acaso el hecho mismo de que yo, un hada, y un hada célebre, o sea un ente sutil, engendrado para la gloria de la fantasía, para inventar cómodamente quimeras y prodigios, me muestre tal cual fui entonces, es decir como un lamentable dechado de impotencias y aflicciones, no le ha ido enseñando que la realidad es una y otra la fábula?


El unicornio.
Manuel Mujica Lainez.