Sin duda, la iglesia era más accesible, y por tanto, más defendible que la biblioteca. A esta última hora la había condenado su propia impenetrabilidad, el misterio que la protegía, la escasez de sus accesos. La iglesia, maternalmente abierta a todos en la hora de la oración, también estaba abierta para recibir el auxilio de todos en la hora de la necesidad. Pero no había más agua, o había muy poco acumulada, y las fuentes la suministraban con natural parsimonia, y con una lentitud que no correspondía a la urgencia del momento. Todos habrían querido apagar el incendio de la iglesia, pero ya nadie sabía cómo hacerlo. Además, el fuego había empezado por arriba, hasta donde era difícil izarse para golpear las llamas o ahogarlas con tierra y trapos.
Umberto Eco.