Azelaís, en lugar de encerrarse en la posada a hilar o a atender a los huéspedes, andaba sola por las márgenes del Clain y del Boivre, se sentaba durante horas en un sarcófago ruinoso, o se perdía en la floresta, enmarañada como una selva virgen, donde únicamente se atrevían a internarse los cazadores audaces y las brujas y, cuando la interrrogaban sobre la meta de sus correrías, ni las imprecaciones proféticas de Pons, que apelaba al rayo de Dios omnipotente, ni los celos y sospechas de su madre, cuya experiencia insistía en que las muchachas que andan solas, o supuestamente solas, no andan en nada bueno, conseguían arrancarla palabra. Más fuerte que ellos, los desafiaba y vencía con su tozuda aspereza. Como es natural, llovían sobre su cabeza rubia las censuras amasadas por la cólera, de las mujeres gazmoñas de Poitiers, las que repetían que eran igual a su madre, olvidando que Berta había sido, durante su vida entera, un modelo de laboriosidad, tanto cuando ejercía, en el Oriente cercano, un comercio reconocidamente antiguo y útil, bálsamo paliativo y narcótico de pasiones, como cuando en el Poitou, echaba hasta la hiel en su empeño de que su mesón brillara como una custodia.
El unicornio.
Manuel Mujica Lainez.