Ahora estabamos solos y únicamente los mochuelos nos daban escolta con la prendida y apagada reiteración de sus iris amarillos. Aiol encendió una tea; espejearon la cota de Ozil, las armas atadas encima del rucio, como antorchas fantasmales, y es cierto que formábamos un cortejo de extraña poesía, a semejanza de ese de los Reyes Magos que en ciertas iglesias, durante la misa de la Epifanía, avanzaba por la nave, iluminado por suaves lenguas de fuego que bruñían el metal de los trajes color otoño, en pos de una estrella que pendía de un cordel. Me llegué hasta el mozo, revoloteando, pues me pareció que lloraba. Pero no lloraba Aiol. El ojo azul y el ojo dorado fulguraban, limpios, en contraste con la mugre de la venda. Y continuamos por el angosto camino zigzagueante, silenciosos, alejándonos de Poitiers, hasta que el doncel le tuvo el estribo a su padre, para que desmontara. Comieron queso, bebieron agua de una fuente y se echaron a dormir. Yo leí páginas y páginas de
Yvain, el caballero del León, la obra de Chrétien de Troyes publicada tres años antes, que hacía furor en Europa y que Ithier, luego de recibirla en obsequio de la ilustre Seramunda, le había regalado a Aiol con harto sacrificio. Los paladines que en ella realizan prodigios fabulosos son muy diversos de los míos; se me excusará que prefiera a mis Lusignan de carne y hueso, tan confiadamente entregados a un destino de improbable maravilla. De vez en cuando aventaba las moscas que insistían en posarse sobre la venda sucia y sobre la cara perfecta de Aiol, y conjuraba los malos sueños que le arrugaban la frente y aceleraban su anhelosa respiración, hasta que,
sin poder ya retenerme, vencida y humillada, posaba mis labios sobre su boca joven. Pero mis besos no existían; mis besos no eran, ¡ay!, más que un soplo, el tonto y triste juego de una brisa vana: en esa execrable impotencia, tan contraria a los preceptos fundamentales de la higiene, se origina una de mis mayores torturas, la de ir por el mundo, eternamente, remedando gestos pasados, como si cuanto yo hago fuera sombra, reflejo, recuerdo y espejismo y no lograra concretarse... y, sin embargo, ¡con qué ensañamiento me atenacea el hambre que sólo una boca real, unos labios, una lengua, unos dientes, sacian!... la tortura de ir por el mundo eternamente, sin besar, sin besar de veras.
El unicornio.
Manuel Mujica Lainez.