Lo ví pensar a Aiol, desde entonces, y eso me procuró felicidades, perplejidades e irritaciones. Es muy peligroso estar al tanto de
todo lo que piensa cualquier ser humano. A nadie le recomiendo la inquietante y decepcionante experiencia. Gracias a esa prerrogativa, Aiol creció en mi concepto de diversas oportunidades, pero hubo otras, ¡ay, numerosas!, en su prestigio salió muy miserablemente parado. Cada uno de nosotros constituye un tejido complejo en el que lo bueno y lo malo sin cesar se mixturan y que sólo deja aflorar a la superficie de la comunicación las zonas que considera propicias. Un instinto nos guía a seleccionar lo que presentaremos bajo la luz más oportuna y sentadora, aun en los momentos en que confesamos, con terrible sinceridad, nuestros defectos, nuestros vicios y nuestros crímenes: supongo que es una fuerza incontrolable, más pujante que la necesidad profunda de comunicarnos totalmente, que en escasas circustancias surge, y que tiene que ver con el vital instinto de conservación. Pero en el caso de mi acercamiento a Aiol y mi buceo de su esencia indefensa, ninguno de esos mecanismos protectores operaba. Lo vi tal cual era, en su plenitud desagradablemente laberíntica de luces, de sombras y de tinieblas, y aunque al principio me costo habituarme a ese impúdico desabrigo del alma inerme, a la larga, por eso mismo, lo quise más, porque lo sentí paradójicamente más mío que lo que nadie podría ser jamás de nadie, a él que no sería mío- en la acepción que suele darse a la posesión de un ser humano por otro- nunca.
El unicornio.
Manuel Mujica Lainez.