Una de las curiosidades que anoté, como resultado de mi acceso libre, no sólo a su consciencia sino también a los incontables y microscópicos caprichos de su cerebración, fueron las diferencias que se producían al comparar sus recuerdos con los míos. Así, por ilustrar lo que digo con un ejemplo, cuando a su mente asomaba, deshilvanada, la escena del palacio del califa del Cairo que Ozil nos había descrito, la cámara en la que esta se había desenvuelto era, dentro del magín de Aiol, mucho más amplia que la que yo había concebido; los negros esclavos suyos estaban completamente desnudos, mientras que los míos. (no sé por qué, pues Ozil no había abundado en datos al respecto) ostentaban unas fulgurantes cotas de malla; los suyos eran esbeltos, magros, y los míos macizos, musculosos; el velo que destinciaba al califa de su corte, en la visión de Aiol, ondulaba tenuemente, como un velamen sobre el cual sopla la brisa, haciendo titilar las piedras preciosas, en tanto que
mi velo pendía, pesado como un tapiz, y en él las piedras sen engarzaban como en las tapas de oro de un antifonario. Se trata, como colegirá el lector, de meros detalles accesorios, pero he escogido este caso entre millares- y si se tratara de un asunto relacionado con los juegos de los sentimientos y la psícología y no con los de la simple decoración, el planteo se complicaría bastante- para mostrar hasta que punto las imágenes se modifican en nuestro interior, según la organización íntima, fundamental, inalterable, de cada uno, y como la riqueza y la pobreza de un gesto, de un acto, de un sitio, de un individuo, dependen a la postre de la pobreza y de la riqueza personal de quien los piensa.
El unicornio.
Manuel Mujica Lainez.