Conversaba con el anacoreta, y las imágenes consabidas de sus
luchas en Oriente trenzaban su esplendor, como guirnaldas en el follaje. Hablaban
de la vida y de la muerte; del amor, que había sido para Ozil una forma
agradable del pecado; de las lueñes ilusiones de Brandán, que en su adolescencia
había recorrido el mundo, como el quimérico abad irlandés, cuyo nombre
había adoptado y que, en busca del paraíso terrenal, surcó el Océano
terrorífico, avistó sus ballenas cubiertas de palmeras, de altares y de
fuentes, y sus encantadas islas. Empero, nuestro Brandán no había salido de
Poitou, pues comprendió la vanidad de esa empresa; comprendió que el Paraíso se
oculta dentro de cada uno de nosotros y que, para hallarlo, el viaje no debe
realizarse hacia los peligros del exterior sino hacia las cavernas y laberintos
del interior.
El unicornio.
Manuel Mujica Lainez.