Y Salah ed- Din Yusuf parecía dispuesto esta vez, como la tigresa gigante, a volcar encima de nosotros la totalidad de sus fuerzas, hasta anonadarnos. Su vanguardia, luego de la conjunción de sus tropas con las de su hijo, había atravesado el Jordán, había llevado hasta Nazaret el saqueo y había enlodado con sus sacrilegios la bienaventuranza del Tabor. Nunca, en las crónicas del Islam, se consignó la existencia de un ejercito tan formidable, al que compararon con las ondas del océano. Quizás a unos cincuenta mil individuos armados ascendía el contingente del amo de Egipto, de Damasco y Alepo, del soberano de Mosul, cuyas tiendas, plantadas en torno del lago Tiberiades, cubrían con su oleaje las largas planicies, y cuyos negros estandartes repetían la inscripción fatídica y orgullosa, profundamente oriental en su áspero misticismo: Salah ed. Din, el Rey de los Reyes, el Vencedor de los Vencedores, es, como los demás hombres, esclavo de la Muerte.
El unicornio.
Manuel Mujica Lainez.